Copio aquí un artículo del blog del antropólogo Manuel Delgado:
LA BURBUJA TURÍSTICA
Manuel Delgado
Por
encima de todo, al turista le preocupa no dejar nunca de ver «lo que
hay que ver», esos puntos de las guías turísticas, comentados con todo
tipo de adjetivos admirativos y que no pueden ser soslayados so pena de
un implacable sentimiento de culpa. El turista es casi lo contrario del
viajero, puesto que es víctima de un «efecto túnel»: desplazamiento de
punto a punto, sin atención por los lugares intermedios o no previamente
marcados como «a visitar». El turista nunca espera en realidad nada
nuevo, nada distinto de lo que han visto en las fotografías exhibidas en
los libros o las revistas de viajes, en las postales enviadas por algún
pariente, en los vídeos de los amigos, en los documentales de la
televisión o en las películas de ficción. Ha llegado hasta ahí sólo para
confirmar que todo lo que le fue mostrado como en sueños existe de
veras.
El
turismo radicaliza la lógica del llamado tiempo libre o de ocio, por
mucho que ese tiempo libre se consagre en su totalidad en hacer que deje
de serlo lo más rápidamente posible. El tiempo libre es esa totalidad
abstracta que se extiende del otro lado del tiempo de trabajo. Lo
conforman actividades que una ficción supone disociadas de las
obligatorias según el lugar que cada cual ocupa en el organigrama de la
sociedad. En el seno de esta esfera de tiempo libre, imaginada como
autónoma e independiente, cada persona debe tratar de satisfacer lo que
vive como sus auténticas necesidades afectivas e intelectuales, aquéllas
que la rutina impide realizar en el día a día. De un lado el conjunto
de papeles y responsabilidades que asumimos en nuestra vida cotidiana,
las obligaciones, nuestros «compromisos ineludibles». Del otro, un
tiempo para la reflexión, para ser por fin quiénes somos, para estar
«con los nuestros», para calibrar nuestra ubicación en el mundo e
incluso para abandonarse a un cierto balance existencial.
Prometiendo
cumplir esas promesas el turismo teje una trama social alternativa y
paralela, propociona una puesta a distancia respecto de lo social
ordinario, permite una escapada momentánea hacia un paraíso provisional,
sin conflictos, sin contradicciones, sin paradojas. Una burbuja ideal,
un escenario preparado para colmar los deseos y en el que uno podrá
estar al mismo tiempo lejos y como en casa. Dosis controlada de utopía,
paréntesis en que regenerarse del desgaste provocado por todos esos
compromisos que, de regreso, cada cual habrá de reasumir. Ahora bien, no
nos engañemos, ese territorio presuntamente liberado no tiene nada de
autónomo, ni obedece a una lógica propia. Existe en función –y como
función– de ese mismo mundo social que dice negar. En cuanto a sus
contenidos –dónde ir, cómo ir, qué ver–, son sutilmente impuestos a los
individuos –entendidos como consumidores de su propio tiempo libre– por
medio de estímulos publicitarios, dependientes a su vez de intereses
económicos y políticos perfectamente reconocibles.
El
hecho turístico se inscribe dentro de una sociedad que valora la
movilidad espacial, el desplazamiento, como algo de lo que depende la
realización personal. Cada invididuo se valora y es valorado en gran
medida en función de cantidad y excepcionalidad de los sitios en qué ha
estado, es decir de su cuenta personal de países y ciudades de los que
puede decir: «los conozco». Por otro lado, el turismo funciona ante todo
como un uso cualificado del tiempo de ocio, y es específico de una
sociedad definida por el culto a la producción y por la mercantilización
de lo temporal, así como por la dicotomía brutal entre tiempo
productivo y tiempo no productivo. La realidad vivida tiende cada vez
más a cronificarse: ese tupido entramado de horarios, turnos, agendas,
plazos, etc., que se colocan bajo el despotismo de los ritmos
sincronizados y los procesos calculables, que obedecen a la lógica
implacable de los calendarios y los relojes. El tiempo es dividido así
en grandes bloques pautados y planificables de los que no es posible
escapar, en los que no cabe pretexto alguno para el «tiempo muerto». Ese
tiempo que se supone concebido para la expansión y el crecimiento
personal está hoy fuertemente mediatizado no sólo por las consignas
derivadas de la publicidad y por los imperativos del consumo de masas,
sino también por las instituciones que organizan y fiscalizan nuestras
vidas, que las instalan en espacios físicos y temporales perfectamente
delimitados y controlados de los que se prohibe apartarse.
Pero,
lejos de percibir esa realidad atroz, el turista ama el engaño en que
se sumerge. Busca, y a veces cree encontrar, esa unidad que la vida
moderna ha sacrificado en el altar de los intereses y las razones
materialistas, todo lo asociable con lo auténtico, lo profundo, lo
perenne, en un mundo dominado por lo falso, lo banal, lo efímero. El
turista es un peregrino en pos de lo esencial y duradero, alguien que
juega a convertirse en un nuevo buscador del Grial y que, de la mano de
los operadores turísticos y las agencias de viaje, puede entrar en
contacto, ver con sus propios ojos, incluso tocar, cosas de las que ha
oído hablar, pero que nunca había visto hasta entonces y que ahora se
presentan ante él en toda su grandeza: la Cultura, el Arte, la Historia,
la Naturaleza..., todo lo que la vida cotidiana le niega o le hurta. Ha
llegado a su Eldorado y ahí, ante sí, encuentra lo que ni existe, ni ha
existido, ni existirá jamás: un mundo quieto, fuera del tiempo,
inmutable, una Verdad luminosa a la que se le puede perdonar todo,
incluso que sea mentira.